Ya llevo poco más de dos años viviendo en EE.UU. (o Gringolandia como cariñosamente le decimos los latinos), específicamente en Wisconsin. Aún recuerdo la noche del 26 de agosto del 2013 cuando fui a casa de mami a despedirme de ella pues mi vuelo salía en la mañana del próximo día. Ella estaba en ese momento recién operada, acostada en su cama de posiciones. Me dijo que quería comprarme un postal pero que por razones obvias, no podía ir a alguna tienda a comprarla pero me escribió una carta donde me deseaba los mejores de los éxitos y me dejaba saber lo mucho que me ama y lo mucho que me extrañaría. A pesar de que somos tres hijos, yo soy el más apegado y el que más le da la mano y pues al irme de la isla ya no podía contar físicamente conmigo ni podría verme cada semana como solía hacer, y esa ausencia era la que le partía el alma, a ella y a mi.
Recuerdo al leer la carta el taco que tenía en la garganta. No podía llorar frente a ella, tenía que hacerme el fuerte para no afectarla. Luego de varias horas con ella, tarde en la noche le di un beso y le dije: te amo y te veo pronto. Mi padrastro me ayudó a montar unas cositas en el carro, me despedí de él y me fui. Llevaba la carta en la mano, miraba por el retrovisor la luz de la casa encendida, y aunque no la escuchaba ni la veía, podía sentir el llanto de mi mamá. Mientras guiaba iba releyendo la carta con el corazón quebrantado y las lágrimas bajaban por mi cara como un río. Estaba dejando atrás lo más grande que una persona puede tener y en ese momento estaba pasando por una situación que la mantenía delicada de salud.
Pero eso no era lo único que dejaba…
Dejaba a la familia no sanguínea, esas personas que yo elegí para que formaran parte de mi vida y la que uno puede darse el lujo de llamarlos familia con más orgullo que con el que se le llama familia a los parientes con los cuales, para bien o para mal, compartes el ADN. Esa familia que comparte mi pasión por conocer otras culturas, la que nunca te dice no cuando te inventas un viaje, la que siempre te ofrece su casa, la que te conoce en todas las facetas de sobriedad y ebriedad, en fin, las personas con las que sabes, que sin ellas, tu vida no sería ni la mitad de lo que es ahora.
Dejaba la patria, mi isla, mi país. Atrás quedarían los fines de semana en la playa, los días de turismo interno por el centro de la isla, los viajecitos a Vieques y Culebra, las visitas a mi segunda ciudad Mayagüez, los jangueos viendo las competencias de surf en Rincón, los viernes en la Placita de Santurce, las zambullidas en los ríos, las salidas para comer en Guavate, los festivales alrededor de la isla, los paseos por el Viejo San Juan, los jangueos en el centro de Ponce, y miles de cosas más.
La decisión de emigrar es tan personal como las causas que lo propician. Lo que es universal es ese sentimiento de tristeza al saber que no podrás cargar con todo tu bagaje. Y aunque entre el facetime, los mensajes de textos y las llamadas, tenemos a la familia a segundos de distancia, jamás se puede comparar con ese beso y abrazo que uno recibe al encontrarse con ellos. Los restaurantes puertorriqueños en EEUU son un resuelve para esos días en que le tienes ganas a un mofongo y no quieres pasar el trabajo de prepararlo, pero jamás se pueden comparar con el sabor de la comida que es preparada en la isla. Las paradas y festivales puertorriqueños abundan en las ciudades con alta concentración de boricuas y se aprovecha para sentir un poco de ese ambiente de “fiesta patronal”. Pero la realidad es que nada ni nadie va a reemplazar ese bagaje que dejamos en la isla.
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